Y allí estabas. Fue un encuentro de imprevisto. De pronto me giré y estabas.
Me sonreíste y me preguntaste cómo andaba. Y lo hiciste con total naturalidad, como si el océano hubiera estado siempre calmo, como si hubieras olvidado la tempestad que nos sacudió un día y nos hizo soltarnos las manos.
Y eso me hizo enfadarme como nunca.
Estoy cansada de fingir. Estoy cansada de poner sonrisas donde la lógica me dice que no debería haberlas. Estoy cansada de ser la que perdona, la que cede, la que comprende. La que se empeña en pintar el mar de azul, sin grises en sus olas. La que siempre está.
No me vengas a saludar entre sonrisas, menos a preguntar cómo estoy.
Si te interesara me habrías contestado el teléfono tanto tiempo atrás.
El que decidió echarme de su vida fuiste vos, me lo dijiste, con tu pobre y lamentable excusa, y yo te lo acepté, te di las gracias (tonta, tonta de mí) y di un paso atrás.
No me había dado cuenta de lo enfadada que estaba hasta que te vi acercarte hoy con una sonrisa. ¿Quién sos? Ya no sos alguien que yo conozca, y yo ya no soy tu amiga.
Esos fueron tus términos. Así que hoy, no me preguntes como estoy, sé que no te interesa,
en absoluto.